Con mis grandes gafas de aviador, sobrevuelo en espiral el contorno de este paraje cálido teñido de colores pastel. Un solitario piloto de juguetes, que aferrado a su frágil planeador, va diseminando la otra cara del poliedro que un velo rutinario ha cubierto con gran esmero.
Entre nubes, oteo el horizonte y observo cómo los remolinos traviesos asechan sigilosos. Traspaso valles, esquivo montañas, y a lo lejos el mar. Inmersión.
Caballitos azules
nos sonríen.
Estrella luminosa
nos guía.
Tortuga bailona
nos guiña.
Vuelvo a la superficie y un punto de claridad me abre la mente en perspectiva oblicua. Un grupo de gaviotas me acompañan a través del cielo aguamarina gelatinoso. Ellas siguen su ruta y yo, joven planeador, me poso en un enorme campo de margaritas. La brisa distrae mis cabellos. Huele a atardecer soleado. La luz cansada se desmaya entre los arrumacos del valle. Es tiempo de volver a casa.
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