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Miré a mi acompañante: "Sí, es un buen candidato para nuestra misión". Ignoramos al populacho y, con un golpe certero, conseguimos derribarlo y hacerle bajar de su pedestal. Lo metimos en el coche: no opuso resistencia, aunque, eso sí, pidió llevar sus zancos. El pueblo no se inmutó, solo se dispersó a nuestro paso.
Hicimos una parada logística en Frankfurt, a ver si al BCE se le escapaban algunas moneditas, pero solo obtuvimos miles de millones de collejas y una caja de trucos de magia que, hablando claro y meridiano, es lo mismo decir que nos regalaron un rayo y una centella con el tique de compra por si no nos gustaba. Hicimos noche a la vera de la Puerta de Brandeburgo y ya por la mañana nos acercamos al Parlamento. Con el zancudo como acompañante –que no como rehén, que en esta parte del mundo hay palabras malsonantes (matar, petróleo, pobres)- no precisamos de ningún pase especial. Atravesamos amplios salones barrocos hasta llegar a una gran puerta cerrada y custodiada por un enano gordo y acneico; nos miró, dijo algo ininteligible en irlandés y nos dejó pasar. Solo entraba luz por una ventana lateral; poco a poco el sillón fue girando lentamente hasta encararse con nosotros -¡oh, pobres humanos!- y allí estaba ella, no la Puerta de Alcalá, sino ella, Angie, acariciando la cabeza de su felino de ojos rojos. El bufón zancudo se alegró, se dirigió raudamente a saludarla y, en el momento de la emoción pueril, un tropezón con la alfombra hizo que sus piños quedasen como lindo souvenir en el escritorio alemán. "¡Oh, mon dieu! ¿Y ahora qué le diré a Carla?". Angie solo hizo un gesto de condescendencia. "Es que son como niños", se le escuchó decir. El felino sabía a lo que íbamos, así que, facilitándonos el trabajo, condujo a la mujer de "gran presencia" hasta nuestra limusina. "Gracias", le dijimos; y él nos guiñó un ojo.
En un quiebro, casi casi nos desviamos a Polonia a tomar sopa de remolacha, pero vimos que Angie se ponía mustia ante tal colosal plan, así que decidimos dejarnos llevar cuesta abajo. Atravesamos Austria y en un momento de tranquilidad observé por el retrovisor como el zancudo francés se dejaba meter mano por la alemana…y le gustaba.
Llegamos a la frontera con Italia. Nos pidieron la contraseña. "Mama Chicho", gritamos entre dientes los cuatro. "Me toca cada vez más", cantó la polizia. Cuando llegamos, Silvio estaba haciendo el trenecito con sus ministros y algunas chicas de cuyas edades no me acuerdo. Angie al verlo salió despavorida, el bufón se unió al baile. Todos al compás, primero iban levantando la pierna y el brazo izquierdo y luego el lado contrario. En un momento de despiste, entre líneas blancas y látex por doquier, conseguimos meter a Sil en el coche con la firme promesa de que allí lo esperaría la mujer de “gran presencia”; lo que él no sabía es que esta vez era la joven alemana la que metía mano: una, al lado francófono; otra, al lado italiano. Parece que a Silvio tampoco le molestó. “Dove andiamo?”.
Seguimos cuesta abajo y sin freno hasta que ya no pudimos más y el gran taco de aguja nos dio una patada con la que dimos a parar al país helénico, justo en la cima del Santuario de Atenea donde nos esperaban Seiya, Shiryu, Hyoga, Andrómeda y Fénix; peleaban entre ellos con sus bolas de dragón y sus cadenas brillantes. Fuera de plano andaban Papandreu y Papademos jugando al ajedrez: quien ganase se quedaba con el reino. Obviamente, ganó Merkozy. “Te lo dijimos, Papandreu, el listillo de la clase nunca debe meterse con el matón”.
P.D. En el templo también había un torero escondido tras una columna dórica o jónica, no sabemos muy bien ni quien era ni si era corintia.
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