jueves, 6 de septiembre de 2012

Buscando el organillo

Mis hermosas posaderas ocupaban uno de los asientos traseros. Yo leía a Carver mientras esperaba a que las ansias consumistas de mis padres se dieran por satisfechas en aquel centro comercial. De repente, sin previo aviso, sigilosamente y por sorpresa, una mano peluda y huesuda –o huesuda y peluda (¿el orden altera el resultado?)- abrió la puerta del conductor para, acto seguido, ocupar el lugar –del conductor, se entiende-. Puso en marcha el coche, se encendió un cigarrillo y se volteó hacia mi lado para preguntarme con aire chulesco: “¿Adónde vamos, nena?”. Terminó su intervención soltando una nube de humo que dio contra mi cara perpleja.


El coche comenzó a andar, cada vez más rápido. El brazo huesudo se apoyaba en la ventanilla. Yo me agarraba a Carver y me sujetaba al cinturón de seguridad. El coche cada vez alcanzaba mayores velocidades; en las curvas sentía que nos despegábamos del suelo. “Es un sueño, es un sueño, tengo que dejar las pastillas”, me repetía mentalmente a mí misma una y otra vez. Mi conductor espontáneo sonreía con picardía, me miraba por el retrovisor y yo disimulaba no mirarlo.

A lo lejos atisbé un coche de policía aparcado al filo de la carretera y dos muchachotes uniformados charlando cordialmente apoyados en el vehículo. Pensé que esta sería la solución: nos pararían por exceso de velocidad y yo contaría todo el proceso de secuestro. Nos aproximábamos, yo me iba poniendo nerviosa, pensaba en cómo sería todo. La velocidad fue disminuyendo. Al llegar a la altura de la autoridad, mi chófer parecía conocerlos: “¿Qué tal, chicos?”. “Parece que todo tranquilo”. Yo les enviaba señales mentales a través de mi mirada, pero en vano fueron mis esfuerzos. Ah, huelga decir que la facultad del habla y de movilidad la había perdido hacía rato. Reanudamos la marcha. Yo maldecía mi mala suerte.

Paramos bruscamente al llegar a una plaza de un pueblo desconocido, al menos para mí. Mi acompañante huesudo bajó del coche con desgana, sacó del maletero un organillo, se subió al techo del auto y me dijo: “Tú dale manivela al instrumento, que yo intentaré hacer lo que pueda”.

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