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Una mujer vestida de blanco y simulando ser adorable me dio una cachetada en mis prominentes nalgas y ya ahí comenzó la violencia externa. “Para que te vayas acostumbrando”, me comentó con una sonrisa de soslayo. Yo le fruncí el ceño y la acojoné.
Con el devenir de los días y de las etapas académicas, mi cuerpo fue adoptando diversas formas y/o/u estados. En el cole fui jirafa y en otro más peligroso, un macaco ágil para esquivar las balas. La adolescencia sacó la leona interior, que logré dominar para alternar con la tarea de avestruz.
Un día de hermoso sol, un rayo de luz atravesó mi despistada y aleonada cabeza y comencé a verlo todo más nítido, miope pero nítido. Aprendí –y sigo en ello- a apartar a la gente galardonada como mejores "surfeadores sobre las olas de la maldad", aprendí a llenar mis pulmones de aire puro (por lo visto lo de respirar es importante) y aprendí que aprender es desaprender lo aprendido (e impuesto).
Mis manos se convirtieron en aletas, que cubrí con unos reconfortantes guantes; adopté una posición erguida, lo que me permitió aumentar mi altura unos centímetros; y mi nariz se transformó en un agudo pico que apuntando hacia el cielo me permitía otear mejor el horizonte.
¿Se nace o se hace? No lo sé, pero puedo asegurar que los pingüinos molan ;-)
Dedicado a mis dos pingüinos favoritos, como ustedes “ningüinos”.
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