…sube al último vagón, se sienta en el último asiento con su billete lowcost que le ha costado el doble de la tarifa habitual. Se quita su elegante gabardina gris, la dobla cuidadosamente y la coloca en el compartimento superior. Sobre ella, su sombrero de bombín. Saca sus gafas del estuche y limpia minuciosamente las lentes: se las coloca suavemente. De la cartera de piel negra, el periódico del día de mañana.
El último mono sabe que es el último día, que estas son las últimas cosas que hará, que este es el tren de las últimas ideas por pensar. Mira el reloj de cadena que le cuelga del chaleco: “Las 8:33, buena hora para partir”. Se oye el silbato del tren, el humo lo nubla todo para dar paso al inicio del bosque animado. Los frondosos árboles apenas dejan ver el camino de entrada, pero ya el regreso se va difuminando, solo queda continuar.
El tren se detiene. Es su parada. El último mono desciende del vagón con decisión. Atrás deja su cartera, su periódico y hasta sus gafas. Mientras su silueta se va difuminando al entrar en el bosque, escucha de fondo cómo el tren continúa su marcha. El paisaje, de repente, se torna oscuro y confuso; y aunque las ramas de los árboles apenas le dejan ver, no encuentra un lugar donde esconderse: se siente desnudo, observado. Sabe que el bosque pronto comenzará a arder, todo se volverá cenizas, pero él busca perderse en ese valle, un valle en el que nadie –nunca- podría encontrarlo.
El camino se va haciendo más angosto y las baldosas multicolores se van cambiando por tierras movedizas que la lluvia convierte en lodo. Llega hasta la cima de la montaña, se sienta y atisba el horizonte. Sabe que tiene que caer, que así ha sido siempre y así va a seguir siendo. El cielo se presenta con toda su inmensidad ante él, las nubes comienzan a dejar paso a un rayo de luz, un rayo clarividente que le parte en dos: “El mundo es solo un hiperboloide hiperbólico en estado de revolución. Siempre”.
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