Después de un café sueco, un recuerdo de hace dos años y una canción con sabor a serrucho, decidimos iniciar viaje al centro del Volcán. El pistoletazo de salida lo dio un pisotón y una mirada tímida.
Nos montamos en el coche y tú empezaste a hablar de no sé qué cosas, yo solo trataba de no olvidar cómo se conducía. Dos copas de vino blanco después, ya habíamos entrado en calor y el frío se volvió tema recurrente. De pronto, sacaste tu chistera y con tu varita mágica nos teletransportaste a un sillón con su mantita quitafríos y su infusión damecalor. Descubrimos que una mano de pianista puede medir más que la de un clarinetista y que si un beso se hace calor, “luego el calor, movimiento”.
Con un chasquido de dedos nos hiciste aparecer bajo el cobijo de una iglesia (o una ermita, ¡qué más da!): un regalo de Reyes a medias envuelto en un aroma entrecortado bajo un cielo azul de invierno atado al pañuelo de las ganas. Y aprendimos que 19 días no tienen 500 noches, pero sí un sinfín de horas para descubrir que la historia está llena de serendipias y que “¿por qué comerse un marrón cuando la vida se luce poniendo ante ti un caramelo?”.
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