Toda la ciudad comenzó a oler a rancio: ya conocíamos la fragancia, pero siempre habíamos tratado de disimularla con perfumes franceses. Olía, también, a un ligero aroma a mierda de caballo, mierda que la plebe usamos como abono de nuestras vidas (para que crezcan anestesiadas y obnubiladas).
Y las calles se llenaron de vacío, banderas y francotiradores; y las televisiones de multitudes, comentaristas sonrientes y besamanos babosos. Y se prohibieron los colores rojo, amarillo y morado en beneficio de las banderas rojigualdas. Y todo era consenso, selfies y buen rollito en este circo romano tranquilizador de masas.
Artículo del gran Juan José Millás
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