…habita su guarida la mayor parte del tiempo. Sale de ella cuando necesita víveres y es en ese preciso momento en el que todos podemos admirar sus encantos. Levanta sus orejitas a modo de antenas y, a la misma vez, alza su mirada iluminada por esos ojos llenos de luz y vida.
Al señor Conejo le gustan las cosas fáciles; las piedras en el camino no son su especialidad: amaga con saltarlas, pero al final da media vuelta. De lo que no se ha dado cuenta es de que cada piedra sin saltar va llenando su mochila de viaje. Tiene miedo a caerse y romperse una de sus patitas, pero de lo que tampoco se ha dado cuenta es de que aquí algunos estamos para tenderle la mano y ayudarle a cruzar. “Y si al final me rompo la patita”, pregunta él con su cálida voz. “No te preocupes, hay vendajes y doctores que te curarán sin problema”, respondo yo.
Contonea sus largas pestañas y en una simple caída de ojos, ya sabes que te ha cautivado. Se mueve con gracia, olfatea curioso y te deja que le acaricies su suave pelaje, pero cuando tu mano cambia el ritmo acompasado, él desaparece sin dejar rastro; vuelve a su madriguera y ya sabes que lo has perdido de nuevo.
Y yo lo voy a seguir esperando (el tiempo que sea), a que salga de la madriguera, a que quiera mecerse en mi regazo. Porque unos ojos así de luminosos no se encuentran todos los días.
"De pie veo suceder lo que ocurrió,
lo que nunca encajé.
Estaré muy cerca de ahí...
Qué hacer con todo ese rumor
desaprender todo lo que aprendí.
¿Cómo escuchar con todo este follón
a quien creer, a Dios o al corazón..."
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