martes, 20 de diciembre de 2011

De gallinas y alturas

En mi familia todos padecemos de tranquilidad; cada uno va a lo suyo y todos con una tarea asignada. Mi padre vigila que las gallinas pongan sus huevos en los turnos asignados, mi hermano acaricia las letras del teclado del ordenador, mi madre trabaja en un psiquiátrico para poder entendernos y yo me dedico a embeber magdalenas en una taza de té.

Mi padre, un hombre alto de caminar pausado, se levanta todos los días a las siete de la mañana. Antes de desayunar, acude raudo al gallinero y supervisa que todas las trabajadoras del turno hayan hecho su trabajo. Porque en la fábrica de huevos no hay ni relajos ni ánimos de improvisación; muy al contrario, existe una estructura planificada: el gallo nos despierta al alba y a las seis ya están las polluelas iniciando el alumbramiento; a las diez es el turno de las mayores, al límite de convertirse en gallinas cluecas, mueven sus culillos y rezan. Cuando dejan de ser ponedoras, a la olla.

Mi hermano, también alto y también de caminar pausado, pero torpemente torpe, no se levanta. Le llevamos el desayuno a la cama para que pueda seguir uniendo ‘inter’ con ‘net’ y así las horas inexorables vayan caminando. El que viva en la cama no es moco de pavo (¿o de gallina?). Una vez se levantó, apoyó un pie, luego se olvidó de poner el otro y el golpe dejó un surco en el suelo con su figura. Evitando que haga otro surco -cosa ésta que a mi madre la pone muy intranquila- preferimos que no se levante. 

Mi madre, más baja, aunque alta, y de caminar nervioso, se levanta al mismo tiempo que mi padre. Desayuna huevos revueltos y a las ocho ya está entrando en el psiquiátrico. Desde esa hora ya están todos escribiendo poemas de amor, a imitación de Bécquer y otros piantados. Unen un verso con otro, en metros alejandrinos con rima consonante, y en el recreo los recitan al aire mientras pasean por el patio. Todos hemos aprendido a crear sonetos uniendo una pastilla azul con otra rosada.  

Servidora de nadie, alta, no tanto como mi hermano, ni tan baja como mi madre, de andar pausado con aires de despiste, remolonea y remolonea hasta que los huesos duelen. Sumerjo con delicada brutalidad la magdalena en el té y cuando ya está bien empapada, la introduzco en la boca, no sin antes pintar con goterones mi pijama. Esta acción la llevo a cabo varias veces: sumergir, introducir, pintar. Un té y una magdalena me hacen saborear mi niñez y comprender que estoy en medio de la nada en busca del tiempo perdido.

2 comentarios:

  1. ja ja ja ahora te preocupas por el tiempo perdido? El tiempo pasa y no puedes hacer nada - me dijiste alguna vez mientras yo pensaba - claro, pero si al menos pudiera hacer que no parezca tan perdido... Me gustó tu familia largirucha, tildé guay (aunque no se bien que significa eso, no usamos esa palabra por acá!)

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  2. Almita, claro que hay que hacer porque el tiempo no sea -parezca- perdido, pero de lo que se trata también es de asumir su paso y adaptarnos a los cambios que él mismo nos trae. En cualquier caso, citaba esa frase en el texto por hacer un guiño literario -una que es muy osada-!

    ah, guay=copada ;-) je!

    PD: se me está olvidando mi argentino, qué pena, pero no hay drama!

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