domingo, 25 de mayo de 2014

Síndrome del paracaidista

Tardé, pero al final me di cuenta: padezco de Síndrome del paracaidista. Desde pequeña lo he sufrido, pero no ha sido hasta llegar a la edad ¿adulta? cuando he logrado ponerle nombre a tal concepto romántico.

Tuve la suerte de criarme en una casa con una gran azotea que se elevaba varios metros del suelo, casi rozando el cielo; una azotea desde donde podía ver el mar y la montaña, y tumbarme al sol contemplando los aviones que pasaban (siempre pensé que en uno de esos aviones iba mi padre). La mayor parte de mi infancia –y mi imaginación- pasó en ese lugar. Siempre me alongaba todo lo que podía y soñaba con saltar. No se trataba de una fantasía suicida. Solo el deseo de una niña por volar.

Pero un día sí que volé. Me caí con la bicicleta desde una altura de tres metros (quizá dos, o uno y medio) y di con mis pequeños huesos a un terreno lleno de piedras y arbustos. Y mientras volaba, durante esas milésimas de segundo, sentía miedo porque sabía que el final no iba a ser bueno, pero también me sentí flotar. Una sensación de libertad total

Hace poco también volé con el coche: el aquaplaning me hizo despeñarme por una montaña. Quedé encajada entre dos árboles que evitaron un mal mayor. Y, otra vez, esas milésimas de segundo en las que me dejaba sentir, perdía el control de todo y navegaba sobre una nube esponjosa

Definitivamente, yo lo que quiero es volar. Quedarse quito siempre será morir. Omóplatos como alas, pies para correr y elevarse del suelo. No voy a esperar sentada a la vida. Los ojos preparados al movimiento, que surcar el horizonte, aunque sea la esquina de tu calle, siempre será la mejor opción.


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