miércoles, 19 de octubre de 2011

De moratones y rutinas

Todo empezó una mañana estival. Me desperté rara, sin fluidez mental, extraña a mi cuerpo, como siempre. Fui a la cocina y puse a calentar el agua para el té, intervalo de tiempo que aprovecho para ir al baño y hacer el primer pis del día. Me miro en el espejo, no me reconozco; me recojo el pelo en una coleta irregular: sigo sin reconocerme, pero me doy cuenta de que una teta luce fuera de la camiseta de tirantes roñosa reconvertida en pijama espontáneo. Me sigo observando atentamente y decido postergar el lavado de cara para después del desayuno. Creo que me gusta esta sensación de no sentirme reconocida.

Rojo, hoy té rojo. ¿Tostadas? Demasiada pereza. ¿Pero no había decidido empezar una vida más sana? Venga, vale. Pan con aceite, tomate y jamón. Enciendo la tele: opinadores que desopinan, circos en las cloacas. Cheers nunca dejará de ser la mejor opción, pero la versión americana, obvio. En un descuido de la inconsciencia, reparo en mi pantaloncito de Mafalda, tan alegre y tierno como quisiera ser yo. Y siguiendo por la zona, me detengo en las imperfecciones cutáneas de los muslos. Lo de siempre, aunque ahora lo nuevo son dos moratones salvajes. ¿Qué hice anoche?

Acabo el desayuno, pero no el té. Sigue caliente y decir que odio las cosas calientes sería inexacto, se trata más concretamente del umbral tan bajo -¿o alto?- que tengo del dolor. Decido llevarme la taza humeante al baño. Enciendo la radio –suenan Los Planetas- y al desnudarme veo otro morado en mi brazo. No le doy importancia. El agua sale templada, oscilando a caliente. Ahora es cuando tengo que concretar más: odio las bebidas calientes, pero amo las duchas con agua hirviendo. ¿Placer doloroso?

Después de crear una sauna, consigo desempañar los cristales de mis gafas y…otro moratón más. Me mareo entre tanto vapor, me apoyo en un azulejo rosa y decido que el 'body-milk' y la ropa me los pondré en mi cuarto. Y así procedo. Mientras voy deslizando la crema, nuevos amiguitos morados van anunciándose; algunos, sospecho, son antiguos, pero han ido ganando terreno y expandiéndose por mi cuerpo.

Al colocarme el sujetador (¡vaya palabro!), compruebo una ligera molestia en la espalda. El espejo me da la respuesta: en el omoplato derecho una sombra triste y penumbrosa se ha instalado, rodeada, además, de un sarpullido hormiguil. Le comento a mi sabia madre: “ummm, no es nada normal. Vete a doña Margarita”.

Y ustedes preguntarán, ¿quién es doña Margarita ahora? Yo, desde mi más tierna infancia, llevo también preguntándomelo y lo único que resolví fue descubrir que era la sanadora de mis dolores infantiles, juveniles, adolescentes y ahora… ¿adolescentes? En esta parte del diario tengo que confesar algo que nunca había comentado anteriormente con nadie: cuando me hallo sentada ante cualquier médico –da igual que me esté muriendo de dolor o esté echando espumarajos por la boca-, siempre siempre me entran ganas de reír, pero no de sonreír, sino de estallar en una estruendosa carcajada que haga temblar el edificio y asuste a la congregación allí presente. Es inevitable: no puedo evitar ver un punto –o dos- cómico y surrealista a dicha situación.

Bien. Entro en su consulta y observo la habitual imagen: ella, con sus gafas en la punta de la nariz, ensimismada escribiendo “algo”; sobre ese “algo” los de la sala de espera tenemos varias hipótesis, pero ahora no es lugar, ni momento, para comentar tan audaces soeces relacionadas con el conserje y la enfermera sacadoradesangre.

Cuéntame, qué te pasa. Pregunta ella sin sacar sus gafas de ese “algo”. Y yo, poco acostumbrada a que se interesen por mi vida, aprovecho mis quince minutos de fama. Le hablo de mi trabajo, de las relaciones extramatrimoniales e indecorosas de mi jefe, de borrascas y anticiclones, de que no somos nadie y también le comento sobre las náuseas que siento a veces, sobre las ganas de comprar una metralleta automática en el mercado negro e ir de paseo al parque, de que a veces siento miedo de desmayarme y de que nadie me socorra, de lo que vale el kilo de salmón y de mis moratones sin causas aparentemente justificadas. Te voy a mandar a hacer un análisis y que también te miren la coagulación, dice ella. Pero, qué hay de lo de la borrasca, digo yo.

Y aquí estoy: agarrando un bote con mis orines y esperando que la enfermera sacadoradesangre me llame. Qué nervios, tú. Gracias por todo.

2 comentarios:

  1. uuummmm....espero con ansias la continuación...y mi duda es ¿te bebiste al final el té?En relación con el palabro sujetador, Rebekka los llama tetales, porque dice que de tetas->tetales y no de tetas-> sujetadores...

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  2. Pues sí, habrá continuación: 'sacamiento' de sangre, enfermera psicópata y té, mucho más té ;-)
    Ah, por cierto, tu hija si que es sabia, si hiciéramos caso a los niños -o nunca dejáramos de ser niños- qué bien nos iría!

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Gracias por tu comentario ;-)