lunes, 5 de marzo de 2012

De moratones y rutinas (II)

No se fíen: son malignas
En capítulos anteriores: me desperté y no me reconocía, una teta se había escapado de la camiseta roñosa, descubrí una cantidad ingente de moratones por mi cuerpo y no recordaba haber rodado por una ladera, por este motivo Doña Margarita me mandó a hacer unos análisis. Otro dato importante es que el té de aquel día sigue caliente.
La mañana era muy fría, terriblemente triste y fría, o es que quizá yo hacía tiempo que no salía de mi acogedora cama antes de las 8.00 a.m. Entré en el centro de salud más frío y triste si cabe, habitado por caras largas y una voz chillona: la sacadoradesangre. Comenzaron los nervios, la gota inquietante bajando por la espina dorsal, el cuerpo engarrotado de miedo. Para entender mejor esta situación de sudoración matutina y pelos como escarpia, hay que señalar que no me gusta que claven en mi cuerpo objetos extraños, menos si son jeringuillas y peor aún si es para extraerme sangre. Ah, sí, y me desmayo cuando veo ese líquido rojizo. Aclarado este tema, seguimos con el relato de los hechos. Hallándome yo sentada, mirando al frente, aguantando mi agüita amarilla, me llamó la simpática (nótese el tono irónico) enfermera.

          - Nombre, papel, orina.
          - Sí, aquí lo tiene todo-, consigo decir con un hilo de voz.

“Necesito estar tumbada en la camilla, porque…”. No me deja terminar la frase y me espeta: “Jhumm, ¿no eres tú ya muy mayorcita? Pues lo que te queda”. Son estos momentos en la vida de una joven socialmente adaptada los que me hacen reflexionar y concluir que menos mal que no se venden armas en los chinos.

Vuelvo a casa, cabizbaja, pensando en la maldad humana, los agujeros negros y en que morir congelado tiene que ser horrible, a menos que no te des cuenta. Caliento té, otra vez hirviendo, lo dejo reposar. Me como un buen bocadillo de chorizo de Teror para recuperar la alegría de vivir y a ver si hay suerte y hoy no se me acerca nadie. Me quedó mirando el teléfono y así van pasando las horas y los días. He supuesto que si me estoy muriendo, me llamarán lo antes posible. También he supuesto que aunque me esté muriendo, no me llamarán lo antes posible por no darme el disgusto. Es que los de la Sanidad son un hatajo de buena gente…

Por ir adelantando tiempo, me he puesto a enumerar las cosas que me gustaría hacer y que solo pudiese hacer en un día. Después de varios borradores, creo que optaría por perder el tiempo en Internet y comer todo el helado posible, luego vomitarlo para volver a comer más y así hasta que me muriese. Ah, también me gustaría fumarme el último piti, pero en esta opción he de reconocer que he estado muy influida por Humphrey Bogart.

Pasaron las dos semanas de rigor. Volví a ver a Doña Margarita y su diagnóstico fue el siguiente: “Vete a revisarte la vista y deja de comer chorizo de Teror”. Yo le volví a preguntar sobre los anticiclones y borrascas, pero ella volvió a no responderme, no sin antes subirse las gafas para continuar escribiendo en su diario secreto.

Como no me satisfizo el diagnóstico de la medicina occidental, acompañada por una amiga ingeniosa que gusta de manejarse a cuatro patas, fui a un herbolario regentado por una doctora china. El habitáculo te transportaba a otro mundo, un mundo de colores y hierbajos donde la comida parecía de juguete y los pasteles se hacían con plastilina. La señora era inquietantemente misteriosa, parecía que un halo de sabiduría la atravesaba y esto inquietaba más.

Me miró fijamente y resolvió hablar: “Estás triste, te gusta bailar y tienes muchos granos”. Una sensación de angustia recorrió mi interior; quise llorar, patalear, berrear, pero me contuve y me impuse ser fuerte. Luego lo pensé mejor: “¿Qué coño significar ser fuerte?”; así que me distendí y comencé a llorar, patalear y berrear revolviéndome en el suelo y rompiendo todo lo que encontraba a mi paso. Vale que esté triste, que haya averiguada que me gusta bailar por mis movimientos pélvicos al andar, pero decir que tengo granos son palabras –incluso sintagmas- mayores.

Nos fuimos de allí no sin antes pasar por caja y adquirir unos potingues recomendados por la tierna y dulce doctora chino-japonesa, quien nos prometió que nos sanarían nuestras almas intoxicadas. Ahora ando entre potingues orientales (la caja dice Made in Taiwán), que si no sanan el alma, al menos te descomponen el estómago y te invitan a tener náuseas durante todo el día. Menos da una piedra. Estoy pensando entre ir al oculista o apuntarme a bailes de salón, o llevar a cabo las dos ideas, o ninguna. A ver si alguna serendipia se cruza en mi camino. Buen día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por tu comentario ;-)