miércoles, 13 de marzo de 2013

Rodillas raspadas

Los chicos del barrio crecimos llenos de fantasía y ganas de aventura, sin importar cuantas rodillas raspadas ni caídas de bicicleta. Hacíamos casetas que se caían, recolectábamos comida para los camellos de sus Majestades los Reyes Magos, nos vestíamos algunos días todos del mismo color y jugábamos al fútbol como Oliver y Benji, o casi.

Porque a los chavales de mi barrio nos tocó vivir el fútbol en japonés, creernos los magos del balón y tener sueños de campeón. Así que ideamos un campo de fútbol en el único lugar donde no estorbábamos: una cuesta. La portería de arriba era la pared blanca de una casa que había que terminar limpiando en los días de lluvia, la de abajo se apoyaba en una pared baja que rodeaba una casa de campo custodiada por un feroz can: la mala puntería se pagaba caro.

Muchas veces evitaba chutar a la portería de la zona de abajo, pero otras –las que más- mis ansias de convertirme en una estrella del fútbol ponían mi dignidad en riesgo: lloraba, suplicaba a mis primos porque ocuparan mi lugar en aquella búsqueda de la pelota. A veces –las que menos- lo conseguía, otras no, así que la aventura comenzaba por ponernos en modo silencio para que el temible animal no notara nuestra presencia; mis compañeros de juego me ayudaban para que saltase la verja y con toda la adrenalina en ebullición tocaba suelo confiando en no haberme roto nada y en no haber enturbiado la tranquilidad de mi enemigo. A veces había suerte y el amigo canino estaba amarrado, pero otras –las que más-, no, prueba de ello es la cicatriz de mis hermosas posaderas.

Jugar al fútbol también agudizó nuestro oído, porque a la dificultad de que el campo de juego estuviera en una cuesta se añadía el hecho de que también se encontraba en una curva, así que siempre oíamos a distancia la llegada de un coche.

Hoy soy yo la que pasa con el coche por esa cuesta y esa curva; procuro pasar en silencio por si hay algún niño buscando la pelota entre unos colmillos fieros, pero ya no hay niños, ni pelotas y la pared blanca dejó de escribirse.

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