miércoles, 17 de julio de 2013

Un recuerdo irlandés

Acantilados de Moher
 “Hay un medio para matar a los monstruos: aceptarlos.”
(Julio Cortázar) 

Un mono y un cerdo aterrizan en el Aeropuerto Internacional de Knock. Son las 12 del mediodía y un coche grande nos espera. También una lluvia desoladora y una carretera a la izquierda.

El desayuno, en un bar-tienda-souvenir-detodounpoco. Con la recarga de energía, llegamos a Galway, a un cutre alojamiento, pero no pasa nada: estamos en Irlanda y eso bien merece una pinta. Pasamos por pueblos habitados por ovejas y vacas pelirrojas, saludamos en gaélico y tomamos té en el Castillo de Ashford. En Cong nos espera el hombre tranquilo y alguna vuelta de más que nos sitúa en el día de la marmota. Decido que llamaré a mi hija Connemara del Carmen mientras como un pastel de cangrejo en Clifden.

Un viento gélido nos invita a iniciar vuelo en los Acantilados de Moher: nos disfrazamos de gaviotas y un frailecillo del Atlántico nos cuenta que, si prestamos oído, escucharemos los susurros de quienes decidieron quedarse a vivir en esta inmensidad –lo más cerca del cielo- para siempre. “Even the sound of your breath will disturb the silence”.

Abandonamos nubes y borrascas y un sol destilando miel será ahora nuestro acompañante más fiel. Limerick y su Mercado de la Leche, Adare y sus casitas de paja. En Rossbeigh disfrutamos de la soledad infinita que llena los pulmones de savia nueva y vacía los corazones de hollín. “Como una tarde de julio pero con frío y tronando”.

Llegamos a Cork y tiramos en el primer río que encontramos el coche; dejo dentro algunos infartos y mi mundo interior rico ensanchándose. En medio de silencios y campanas de Shandon, descubro un sueño entre la confusión, una duermevela con vistas al río que nace rodeada de flores bien dispuestas y olorosas.

En Dublín retomamos el olvidado contacto con el infierno urbano: coches, edificios y olor a caballo. El Temple Bar se convierte en nuestro refugio y el Brazen Head en mi huida. Los músicos callejeros acompañan nuestra visita a la ciudad del río Liffey, partida en dos por la luz del monumento controvertido. Wilde y Joyce me guiñan un ojo, lo que me hace sospechar que detrás de cada calle hay un poema, una canción, queriendo salir a pasear por O’Connell street.

Irlanda, esto y lo otro, y todo lo demás. 




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